La violencia contra nosotras, las mujeres en México, es como una hiena feroz que muerde, lastima, desgarra y devora. La violencia contra las mujeres en México es un perro con los ojos vendados que ataca por igual, insaciable. Entre más víctimas acumula más hambre tiene. No se detiene. Basta solo con ser del sexo femenino para convertirte en blanco fácil de su voracidad.
por Anabel Fernández
PERIODISTA
En agosto de 2019, en una colaboración como ésta, abordé el tema de la violencia contra las mujeres en México. Somos más de 63 millones y representamos el 60 por ciento de la población total de mi país. Del año pasado ahora, las circunstancias han empeorado notablemente. Alguien tiene que escuchar.
Pienso sinceramente, sin exageración, que no hay mujeres en México que no hayamos sufrido algún tipo de violencia de género. Y hablo en primera persona porque he sufrido violencia y discriminación sólo por ser mujer; situación que en ocasiones se ha agravado a consecuencia de mi trabajo como periodista de investigación que indaga sobre temas de narcotráfico, corrupción y abuso de autoridad, en los que la mayoría de las personas que investigo son hombres poderosos.
Sí, ser mujer en un país como el mío duele. Puede ser que la capacidad de soportar o superar ese dolor dependa de la personalidad de cada una, de la circunstancia familiar, social, laboral, económica, religiosa, o comunitaria, pero siempre duele. A mí también.
El mes de febrero pasado fue particularmente dramático para el género femenino en México. Lo que parecía una llaga que producía dolor constante, de ese al que a fuerza de costumbre la sociedad se habitúa, se convirtió en una fétida herida que expone sin matiz, sin anestesia ni disimulo el rostro de la violencia contra las mujeres en México cuyas víctimas no obedecen a algún patrón de características físicas, edad, educación, preferencias políticas, nivel socioeconómico ni lugar de residencia.
La infame violencia contra bebes, niñas, adolescentes, jóvenes y mujeres en México es brutalmente uniforme, igual que la impunidad que la acompaña. Y los casos acumulados ese mes son emblemáticos. Muestran la tragedia en toda su magnitud.
En la década de los noventa una amplia comunidad de niñas de entre seis y once años de edad de clase económicamente alta, estudiantes del colegio privado Cumbres perteneciente a la congregación católica Legionarios de Cristo, fueron violentadas sexualmente, durante años en el plantel de Cancún, Quintana Roo, por el sacerdote Fernando Martínez, director de la escuela, con la complicidad de al menos una de las maestras.
El caso reventó gracias a los testimonios de dos víctimas que decidieron hacer una denuncia pública, aunque se calcula que durante más de dos años los abusos de niñas se cuentan por decenas. Biani y Ana Lucía presentaron hace más de un año una denuncia formal ante la congregación obligándolos a iniciar una investigación interna contra el sacerdote. El líder fundador de Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, en el pasado había sido denunciado por decenas de víctimas, en su mayoría hombres, de abusos sexuales mientras estudiaban en escuelas de los Legionarios o en el seminario. Fue a principios de febrero que se dio a conocer parcialmente, el resultado de dicha investigación. Los Legionarios reconocieron los abusos y señalaron que el Papa Francisco determinó el castigo para el sacerdote: no tener ningún ministerio sacerdotal público, no vestir sotana, y está recluido en una casa de la Iglesia Católica en Roma. Por lo que las víctimas del sacerdote pedófilo no han obtenido justicia.
En paralelo al desarrollo del dramático caso de las ex alumnas del colegio Cumbres, el domingo 9 de febrero Ingrid de 25 años de edad, de clase media baja, fue brutalmente asesinada en su domicilio por su esposo Fernando, un hombre de 46 años. Tras quitarle la vida la desolló hasta las rodillas, le sacó las vísceras, y arrojó algunos de sus restos por el drenaje.
La violencia contra Ingrid no terminó ni aún muerta. Su cuerpo mutilado fue exhibido en al menos tres medios de comunicación mexicanos que publicaron fotos filtradas por la propia Secretaría de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México, dirigida por Omar García Harfuch. Y prácticamente todos los medios publicaron el rostro desquiciado del presunto asesino con el torso desnudo bañado con la sangre de Ingrid, como si hubiera estado en un festín, y difundieron el interrogatorio ilegal al acusado, filtrado también por la misma policía de la Ciudad de México.
Tres días después del asesinato de Ingrid, en una populosa colonia de la Ciudad de México, Fátima de apenas siete años de edad desapareció al salir de la escuela. Su madre denunció ese mismo día el delito, pero las autoridades la ignoraron y difundieron masivamente la "alerta Amber” para su localización hasta 48 horas después. Fueron los familiares de la niña y no la administración de la gobernadora Claudia Sheinbaum, quienes hicieron la investigación que dio pistas sobre el paradero de la niña.
El 15 de febrero el cuerpo de Fátima fue localizado sin vida en una bolsa de plástico tirada en la vía pública. Había sido previamente torturada y abusada sexualmente. Mientras su madre pedía justicia, la Fiscal General de la ciudad, Ernestina Godoy declaró a los medios de comunicación que la madre de Fátima tenía problemas mentales y que la niña tenía antecedentes de violencia doméstica, con la intención tendenciosa de sembrar la duda de que la madre de la menor era autora del crimen.
El asesino fue Mario Alberto, con la ayuda de su esposa Gladis, quien para que sus propias hijas no fueran abusadas sexualmente por él, le llevo a cambio a Fátima.
En ese mismo terrible e interminable mes de febrero en el Estado de México y Oaxaca, dos bebes, una de once meses de nacida, y otra de año y ocho meses, murieron a consecuencia de los abusos sexuales y otros tipos de maltratos cometidos por sus padres. Cómplices de la despiadada violencia contra las mujeres en México son las propias autoridades, sin importar su género o partido político.
También son cómplices los estereotipos creados como modelos válidos de convivencia social desde siempre, transmitidos por hombres y mujeres de generación en generación a través de discursos económicos, políticos, culturales y religiosos elaborados generalmente por quienes tienen una posición de poder sobre otros, incluso si sólo se trata de un poder emotivo o cultural.
Dichos estereotipos distorsionan aún más la convivencia del ser humano consigo mismo y con el otro, a través de prototipos de ‘sexualidad', ‘satisfacción', ‘poder', ‘fuerza', ‘masculinidad', ‘éxito', ‘belleza', ‘moda' y ‘relaciones interpersonales' reproducidos y multiplicados en la era moderna por los medios masivos de comunicación en todos sus formatos, las redes sociales, y los llamados youtubers, bloggers e influencers.
A este cóctel se añade que la época actual está marcada por un nihilismo delirante, donde todo carece de trascendencia, importancia o valor. De este modo llegamos a la exacerbación de la distorsión de la relación de la persona consigo misma y con el otro: la cosificación total.
En México, al igual que en otras partes de Occidente, esta brutal violencia contra el género femenino debe marcar el final de una concepción de convivencia y relaciones sociales, y establecer un nuevo contrato social.
A consecuencia de estos hechos ocurridos en febrero y a la violencia acumulada contra las mujeres en México, un colectivo plural de mujeres ha convocado a una protesta que se pretende sea masiva e histórica: #Un día sin mujeres.
Quienes pretendan apoderarse de una protesta que nace del dolor que vivimos las mujeres en México, quienes quieran utilizarla en su beneficio con fines políticos o de algún otro tipo, o descalificarla por las mismas razones, cometerá un gravísimo error de cálculo.
Yo, en solidaridad con mis connacionales mexicanas, el próximo lunes 9 de marzo participaré en el paro nacional "Un día sin mujeres”. Y ¿ustedes?
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