Tonalá y mis amigos


Ornán Gómez 
escritor chiapaneco


Las calles asfaltadas de Tonalá son ardientes, porque está cerca del mar. En un extremo, los rieles del tren están abandonados en el olvido. Los árboles de mango, orgullosos, se mecen al escaso viento caliente que se mueve entre las construcciones caídas por el sismo. Y ella, la ciudad, no sería la misma sin mis amigos Juan, Karla y Meily, que viven allí. Sin ellos, sería un amontonamiento de casas y coches como cualquiera otra, a donde sólo llegaría de trabajo. Sin embargo, mis amigos hacen que Tonalá sea cálida y amable, al grado de que el calor resulte una bendición.

Karla y Juan son esposos. Se casaron por la iglesia y el registro civil. En sus casa, que es a donde llego cuando voy a Tonalá, existen un sin fin de fotografías que acreditan lo dicho. Juan vistió de traje negro y ella, Karla, vestido blanco. Ambos se veían elegantes, porque la felicidad ardía en sus ojos. Los familiares celebraron el matrimonio con risas, abrazos, comida humeante y baile. Después, mis amigos se escaparon de la fiesta y se fueron quién sabe a dónde. Meses después llegó Ángel, hijo de ellos y a quien, por cariño, digo que es mi sobrino. Él, al igual que Eduardo cuando tuvo su edad, es imparable. Grita, corre, se tira al piso, se levanta, sigue corriendo y grita más fuerte, porque está sano y tiene mucha alegría en el corazón. Karla, como es normal, va tras él tratando de cuidarlo para que no se caiga y se lastime. Pero a Ángel le importa poco, porque cuando decide caerse, lo hace sin más.

Meily, es la hermana menor de Karla y ama a Ángel, porque, dice, le enseñó a valorar la vida de otra manera. Y Meily, con su cabello largo y sedoso hasta la cintura, además de su mirada coqueta, trae a los tonaltecos hechos un remolino, porque cuando la miran, no dejan de suspirar y acariciarla con la mirada. Y tienen razón, porque Meily tiene la belleza de la mujer tonalteca: morenita y caderas amplias que semejan el zigzagueo de una serpiente de lumbre cuando camina. Además de eso, cuando uno la escucha, mi amiga demuestra sencillez y nobleza en su interior. Así que, por eso y más, muchos jóvenes suspiran por Meily, pero ella sólo tiene ojos para Ángel, su sobrino.

Los tres viven en la misma casa, que se ubica en el fraccionamiento Zanatenco. El patio de la vivienda está sembrado con papayas altas, noni, que es un árbol medicinal. Además de flores rojas. También hay limones y otras plantas. En las mañanas, los pájaros cantan entre el follaje de esos árboles, formando un concierto que alegra el alma, mientras la ciudad despierta de su letargo.


Carlos, papá de mis amigas, es profesor de primaria jubilado, y vive en Madre sal, una playa cercana a Tonalá que, dicen, todavía no está contaminada como Puerto Arista. El profesor vive frente al mar, porque ello le recuerda que sus abuelos fueron hombres y mujeres que nacieron de esas aguas transparentes donde viven peces y camarones, pienso que diría el papá de Karla, a quien admiro y aprecio, porque las veces que lo he saludado, me ha manifestado su cariño con sonrisas y palabras nobles.

La última vez que estuve con mis amigos, fui a Tonalá a impartir un taller de lectura a un grupo de profesores. Karla me llamó por teléfono un día antes y organizó mi viaje. Viajaría temprano, porque debía llegar a comer con ellos. No preguntó si podía viajar temprano. Lo ordenó, porque Karla sabe que me fascina el marisco y, además, a ella no le gusta que le nieguen nada, cuando se trata de ofrecer su hospitalidad.

— Sí — le dije —. Voy a llegar temprano.
— ¿A qué horas? — acotó como mamá exigente que no permite que sus hijos se desvelen.
— Saldré de Comitán a las nueve de la mañana.
— Está bien — dijo. Y colgó.

Karla es una mujer práctica. No se anda con rodeos cuando se trata de abrir su corazón. A Rita le comenté que, al día siguiente, debía viajar temprano a Tonalá, porque ya había quedado con nuestra amiga. Sólo trae marisco, dijo, como aprobando mi decisión.

Así que allá fui, a casa de mis amigos. Mientras viajaba de Comitán a San Cristóbal de Las Casas, recibí un mensaje de Karla. No comas nada, decía. Vamos a esperarte para que comamos juntos. Y ni modos, tenía que obedecer, porque si ella se enteraba de que comí antes, era capaz de hacerme comer todo lo que hubiera preparado. Llegué a Tuxtla al medio día e hice unos mandados, por lo que de esa ciudad salí casi a las tres de la tarde. 

El hambre me hacía mirar las cosas de mi alrededor como en tercera dimensión.

Cuando llegué a Tonalá, el hambre era como una serpiente que devoraba mis escasas fuerzas. Marqué al celular de Karla y me mandó a buzón. Llamé a Meily y nada. A Juan, y nada. Subí a un taxi y pedí al conductor me llevará al Perro negro, que es un bar donde se come mariscos. 

Llegué y me senté frente a una mesa que estaba libre. Ensalada de camarón, ordené. Pero que sea rápido porque me caigo de hambre, dije al chico de tez morena que me atendió. En un minuto, respondió. En lo que esperaba, bebí dos botellas de agua mineral. Y luego, el chico apareció con la ensalada. Justo cuando iba a dejarlo sobre la mesa, el teléfono empezó a sonar. Era Karla. ¿Dónde chingados estás, pue?, preguntó amable. En el Perro negro, esbocé. ¡Qué!, gritó. Te llamé, pero me mandó a buzón, me defendí. No había señal, contraatacó. Y te me sales ahora mismo de allí, porque ya vamos por ti. Recordé los regaños de mi madre cuando me portaba mal. El joven adivinó y dijo, “No te preocupes. Hay un chingo de clientes que pidieron camarones”. Y se llevó el plato a otra mesa, mientras yo me atragantaba con el aroma que despedían los mariscos.

Pagué y salí del restaurante, sintiendo que mis ojos se me nublaban por la debilidad. Karla y Meily esperaban afuera. Cuando subí al automóvil y les conté mi aventura, no dejaron de reír. Espera, ahorita vas a comer rico, dijo Karla. Y fuimos a su casa, donde esperaba una charola con camarones, pulpos, costilla y ceviche. Ahora sí, come, dijo. Y me olvidé de todo, mientras devoraba. Ellos, a mi lado, observaban con atención, como adivinando si me acabaría todo. Y sí, terminé con todo.

Después de comer y beber café — Karla sabe que soy adicto al café—, me dijeron que iríamos a Cabeza de toro, porque allí mi amiga vería a su papá. Y allá fuimos. Mientras Juan manejaba, yo me quedé absorto mirando ese cielo tachonado de estrellas que envolvía el horizonte. Más allá, al fondo, los cerros eran como titanes aguardando la calma del mundo. Internamente sonreí y agradecí a la vida por mis amigos que, desde ese momento, empecé a considerarlos mis hermanos. Al fin de cuentas, ¿qué es un amigo, sino un hermano que te ofrece su amistad y cariño?