El discurso del escritor polaco habla de los exilios de la poesía a lo largo de la historia y aún hoy, de la sociedad que le da la espalda sin darse cuenta de lo vital que es. Estas son sus necesarias y emotivas palabras
- La poesía es, de entre las artes, la menos técnica, no surge del taller, o de la teoría, no surge de la ciencia (aunque, añadamos, tener una formación no perjudica a nadie, ni tan siquiera a un poeta), sino que surge de la emoción de la mente y el corazón que no se puede ni prever ni planear –unos años atrás Leonard Cohen habló hermosamente.
No sabemos qué es la poesía a pesar de que se han escrito sobre ella miles de libros que podemos encontrar en todas las grandes bibliotecas. Cada generación crea su propia visión de la poesía, aunque conserve a la vez una fidelidad hacia unas formas tradicionales sin interrumpir así la continuidad de un proceso que había empezado incluso antes de Homero y que perdura hasta nuestros días, pasando por Antonio Machado y Zbigniew Herbert y siguiendo adelante.
Ovidio escribió sus poemas más bellos en el exilio, en una ciudad o un pueblo pesquero a la orilla del mar Negro, en Tomis. No entendía la lengua local, y sólo cuando miraba la ilimitable superficie del agua, las oscuras olas le recordaban el color del mar Tirreno.
Wisława Szymborska, una persona profundamente honesta, en la segunda mitad de los años 50 escribía poemas en la desesperación que le había provocado haber traicionado la verdad de la poesía y haberse aliado con un sombrío sistema político cuando era joven.
En el mundo actual todos quieren hablar sólo de la comunidad y de política, y es cierto que esto es importante. Pero también existe el alma particular con sus preocupaciones, con su alegría, con sus rituales, con su esperanza, su fe, su deslumbramiento que a veces experimentamos. Debatimos sobre las clases y las capas sociales, pero en el día de cada día no vivimos en la colectividad sino en la soledad. No sabemos qué hacer con un momento epifánico, no somos capaces de preservarlo.
Las sociedades se secularizan rápidamente, y los que hoy defienden la religión a veces acuden a técnicas sociopolíticas detestables, la religión con excesiva frecuencia se alía con la extrema derecha. Czesław Miłosz, un poeta fervorosamente religioso, católico y que a la vez era partidario de una sociedad abierta, democrática, se ve desdeñosamente repudiado en la actualidad por reaccionarias agrupaciones católicas.
No es difícil percibir que nos encontramos en un momento que es poco propicio para la poesía. Cualquiera que de vez en cuando participe en uno de los numerosos festivales de poesía en Europa, independientemente del país, no puede dejar de advertir que el público en los encuentros poéticos disminuye de manera sistemática.
La poesía no está de moda, las novelas policíacas, las biografías de los tiranos, las películas americanas y las series de televisión británicas están de moda. La política está de moda. La moda está de moda. Las relaciones están de moda, la sustancia no está de moda. Los pantalones entubados, los vestidos con estampados de flores, las perlas en la ropa, los jerséis rojos, los abrigos a cuadros, las botines plateados y los pantalones vaqueros con apliques están de moda.
Las bicicletas y los patinetes están de moda, los maratones y los medio maratones, la marcha nórdica; no está de moda detenerse en medio de un prado primaveral ni la reflexión. La falta de movimiento es nociva para la salud, nos dicen los médicos. Un momento de reflexión es peligroso para la salud, hay que correr, hay que escapar de uno mismo.
Cuando tenía poco más de veinte años me fascinaba la poesía crítica ante el sistema totalitario que regía en mi país. En aquel entonces, una época de tormenta e ímpetu, surgieron amistades y alianzas que perduran hasta hoy. Pero casi todos los poetas a los que en aquella época unió la oposición ante la injusticia siguieron un camino diferente, también descubrieron otros continentes artísticos.
Descubrimos la dualidad del mundo, por una parte, la imaginación; por otra, la obstinada realidad de una mañana de noviembre cuando ya han caído las hojas de los árboles. Durante mucho tiempo, no sabía qué era más importante, lo que existe o lo que no existe, la gente que va al trabajo temprano por la mañana, los hombres soñolientos que leen los grandes titulares de los periódicos deportivos y siguen las derrotas y las victorias de sus clubes preferidos de fútbol y las mujeres que dormitan en el autobús; o antes bien las cosas escondidas, la música y la luna, las ciudades que ya no existen, los cuadros de los grandes maestros, actuales y antiguos, en los museos. Y necesité muchos años para entender que hay que tener en consideración ambas caras de este dualismo desigual, puesto que vivimos en una ambivalencia eterna, no podemos olvidarnos del sufrimiento de la gente y de los animales, del mal, que es mucho más tenaz y astuto que los sueños que perseguimos.
No podemos olvidarnos del mal, de la injusticia que continuamente cambia de forma, de las cosas que perecen, pero tampoco de la felicidad, de las experiencias extáticas que los gruesos manuales de teoría política o de sociología no han llegado a prever.
Cuando era un niño, España se me antojaba un país lejano y maravilloso, un lugar directamente legendario, donde el sol brillaba más y donde las sombras eran más oscuras, el país de Don Quijote, de caballeros y de princesas. Después conocí la España real, moderna, uno de los pilares de la Unión Europea. Y hoy estoy aquí, en Asturias, y soy el invitado de una princesa –no puedo salir de mi asombro–. Como se ve, todo cambia, pero nada cambia.
Resulta que en España tengo lectores fieles y atentos. Esto es lo mejor que le puede pasar a un autor de libros, sin tener en cuenta si es de tomos de poemas o de novelas. Muchas gracias por este premio tan especial.