Para los antiguos mayas el mundo era una serie de ciclos de destrucción y creación, de caducidad y de renovación. Los dioses, Cabracán, Huracán, Cuculcán, creaban y destruían a voluntad y antojo, o quizás con sus leyes en la mano. Somos criaturas con el destino impuesto, pero con don de albedrío, con la conciencia imborrable de la muerte.
¿Quién ignora nuestra condición efímera e intrascendente en los registros del Cosmos?, y sin embargo nos movemos y dejamos marcas de esta soledad en el tiempo. Nos comportamos como seres eternos y le restamos valor a la vida, a la propia y a la ajena, pero sobre todo a la de otros. Nos arrogamos el derecho de decidir por los demás en su destino. El albedrío entonces se convierte en moneda de cambio. Unos tienen autoridad, los demás obedecen. Pero vienen las fuerzas de la naturaleza, de dioses devastadores que responden coléricos a la civilización, a la arrogancia de esa especie que es la mayor predadora de sí misma. Entonces uno ve la escena más conmovedora, por un instante se ayudan los unos a los otros, se apuran a salvar los restos de humanidad y de cultura, de ciudadanía bajo los escombros del orgullo.
Como una campanada apocalíptica nos llega el segundo temblor de grandes proporciones, justo el mismo día que el anterior de hace 32 años, de ese 1985 que llevamos como marca de hierro candente en la memoria. No se nos olvidaron los efectos devastadores ni el miedo, ni la impotencia ante la fuerza de la Naturaleza. Lo que enterramos en el olvido fue la voluntad de no regirnos por el engaño. Muy pronto se cubrieron las grietas, se maquillaron las fracturas, se pasaron por alto las normas de desarrollo urbano en zona sísmica, se abandonó el proyecto de impulso a las ciudades medias para impedir el crecimiento de la mancha urbana en el Valle de México, se poblaron áreas protegidas, se consintió la burocracia y la corrupción, se volvió al centralismo y el olvido, a la displicencia ambiental y la negligencia automotriz. El peatón desapareció como fundamento ciudadano y se erigieron monumentos a la cultura del automóvil y el soborno. El disimulo y la conveniencia rigen los principios de si no transas no avanzas. El espacio publico fue privatizado y las calles se llenaron de negocios desde los más paupérrimos hasta los más suntuosos. Dejamos de lado no sólo un proyecto de Ciudad de México con ciudadanos aguerridos y valientes, nos convertimos en pusilánimes habitantes que toleran y a veces alimentan a la delincuencia y a una burocracia corrupta; entre ambas esquilman la tranquilidad y el futuro. Entre ambas cobran derecho de piso y abonan el miedo. Sumisión, cobardía, negación de la realidad, invisibilidad del otro. Ausencia de protesta y de autocrítica. Desaparición de la ciudadanía.
Y de pronto, en el acto de la memoria, en la conmemoración de ese evento natural de catastróficas consecuencias, ocurre lo inesperado. Por segunda vez, previo sismo de 8.1 pero de proporciones trágicas menores, y no menos importantes, padecemos entre inundaciones y oleadas de inseguridad y delincuencia, entre la crueldad más aberrante que recordemos, vivimos las consecuencias de un terremoto de intensidad 7.1 grados en la escala de Richter. La realidad se viene abajo, literalmente. La realidad producto de la simulación y el autoengaño se nos cae encima.
Nos preguntamos de nuevo con semblante de la incredulidad, ¿de dónde han surgido esos miles de jóvenes que parecían anestesiados, esos miles de hombres y mujeres que estaban como idos en sus aparatos, absortos en la cultura de la banalidad, pegados a sus aparatos de TV, mentando madres al vecino o al automovilista que los rebasa, al de a pie que carece de luz verde en el semáforo, revueltos en la obediencia ciega del patrón o del jefe inmediato, del político que dejó de ser pobre para no ser un pobre político. De dónde, de qué, por qué, las calles se pueblan de voluntarios y de centros de acopio, de picos y palas, de cascos, de rostros con la determinación en la cara, de cuerpos masculinos y femeninos embriagados en el coraje, en una especie de fiesta de la tristeza y el dolor, de lágrimas comunes sin sexo y sin ideologías, sin intereses particulares. Todo el espacio privado se abre al esfuerzo común. Y te agarra un nudo en la garganta de ver a los muchachos preguntando en dónde son indispensables, en dónde son útiles sus fuerzas. Te pasan 43 estudiantes por la mente, se te vienen encima las chicas que no pudieron ser mujeres en su patria, el hijo de Javier Sicilia asesinado por la impunidad, el padre poeta que silencia a la poesía con sus propias manos, los migrantes que no alcanzaron a llegar a la frontera norte. Se me vienen encima los muros de México en el alma, se me viene todo el olvido, la indolencia, la falta de respeto hacia uno mismo, la dignidad tan ninguneada, la ausencia de memoria de aquel 19 de septiembre hasta el temblor que conmemora con la muerte nuestra falta. De dónde, por qué aparecen miles de jóvenes al margen del gobierno equivocado, ante el mutismo de políticos a sueldo, a remover los escombros del olvido, a alimentar las bocas hambrientas de memoria y vida. Y te unes a la fiesta de gargantas doloridas a buscar ese otro día, los resuellos rebeldes debajo de la lluvia, el albedrío que apaga la TV antes que ésta gobierne la cabeza. ¿De dónde?, en verdad me sigo preguntando, ¿de dónde salió la multitud a rescatar su dignidad, sus cuerpos, sus hermanos, sus preguntas, su esperanza?
La duda me pasa de la garganta al cráneo ¿El albedrío y su apoyo solidario tendrá la marca anónima, insumisa del pueblo o llevará engomados de consigna y voto?