A TRAVÉS DE UNA LUPA



Luz del Alba BELASKO
Bitakoreando

Dublín es Joyce, como Praga es Kafka  Son capitales letradas o inspiradoras para la literatura, ciudades que no existen quizá más que en los sueños neblinosos de un libro recordado vagamente.

Joyce se ha adueñado de un escenario de literatura excesiva, excedente, rebosante: Beckett resulta más bien francés; Yeats, Shaw y Wilde, ingleses; Jonathan Swift, satírico universal, y de Bram Stoker sólo quedan los colmillos sangrientos de su famoso personaje.

Se imagina uno Dublín —literaria, cinematográficamente— como un laberinto de tabernas, con la espuma de la Guinness desbordándose por las jarras, por las barbillas de los borrachos, por el empedrado de las calles, por las puertas de los pubs, por las casas de ladrillo ocre, por las riberas del Liffey. Hombres alegres entonando baladas antiguas con los ojos iluminados por la poesía y resolviendo sus discusiones a puñetazos, como en las historias más o menos sentimentales de John Ford, quizá sea este norteamericano hijo de inmigrantes irlandeses quien mejor haya sabido transmitir las supuestas paradojas del pueblo irlandés: su simpatía recia, su sequedad cariñosa, su nobleza violenta, su serenidad alocada, su moderada fogosidad… Esa hospitalidad sin dobleces, el deambular etílico entre la iglesia y la taberna, la camaradería exaltada de los borrachos, la sensualidad arisca de las pelirrojas pecosas, esa cáscara de dureza con fondo sentimental. En este sentido El hombre tranquilo, más que una película, sería la epopeya simbólica de una nación. Y su complemento perfecto es otra obra maestra del cine, Los muertos de JohnHuston, basada en el relato homónimo de Joyce. Desde luego llega uno al aeropuerto dublinés con esa parafernalia referencial —de imágenes, tópicos, recuerdos y valores— en la cabeza .

De este modo, Joyce fue uno de los pocos autores de su tiempo que supo “dotar a la clase media —la clase sin heroísmo por excelencia— de un aura heroica y de una personalidad artística sobresaliente”, dignificando la vida mediocre a base de epifanías literarias. Es curioso que una ciudad, e incluso todo un pueblo (el irlandés), hayan quedado fijados universalmente por alguien que decía odiarlos tanto.



Uno de los mejores cuentos de la historia de la literatura seguramente; Los muertos, del libro Dublineses, este fue escrito hacia 1906, es la perfección impresa.

Antes de ir, mi idea de la ciudad estaba totalmente determinada por el ambiente de esa historia. De hecho, me hubiese gustado haber ido a Dublín en invierno y que estuviese nevando, y ver la nieve caer cruzando el puente de O´Connell, junto a la estatua, en un coche de caballos, y acudir con los chanclos a la casa de las señoritas Morkan, en el número 15 de Usher Island, y beber ponche caliente y trinchar el ganso y escuchar al cadáver de tía Julia entonando los gorgoritos de Ataviada para la boday leer un estúpido discurso (la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, París, la cita de Browning) y volver de noche al hotel y asomarme a la ventana para sentir la emoción de la nieve que cae, que cae sin parar, que cae sobre toda Irlanda, que cae sobre las sombrías y sediciosas aguas del Shannon, que cae en el solitario cementerio en el que Michael Furey yace enterrado, que cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos.  

Dubhlinn toma su nombre de un “remanso negro” con régimen de marea situado en el estuario del río Poddle. Esto, que podría ser perfectamente un verso de T. S. Eliot, es la primera frase de la guía turística: “Conocer Dublín en tres días”.

Llama la atención al salir a la calle, la presencia de gaviotas. Obviamente, porque no me lo esperaba: la sorpresa se mide siempre por el grado de ignorancia previa. Las ciudades con gaviotas, si no tienen acceso directo y visible al mar desde el centro, me suelen descolocar en un primer momento. Se produce un desajuste de la realidad, un resorte que nos saca fuera de nosotros mismos y hace que nos veamos desde lo alto como si fuésemos aliens o místicos bilocados. Es algo parecido al “extrañamiento” o “desfamiliarización” que postulaban los formalistas rusos. Por decir algo.


Dublín, aunque tenga vitalidad y movimiento me parece una ciudad deprimida, triste, y hasta en decadencia. Sus habitantes tienen la mirada turbia, abatida y rencorosa, como los mendigos de pasado ilustre.
Antes estaban flotando en lo más alto de la burbuja financiera, brincando como niños felices en un castillo hinchable, pero la fiesta terminó y se precipitaron al vacío con gran estrépito y violencia. 
Hace diez años todo era júbilo, entusiasmo, dinero. Las multinacionales emplazaban aquí sus sedes europeas para beneficiarse de sus óptimas condiciones fiscales:  Amazon, Facebook, , Apple ,Trend, Paypal, Ebay, ,Xerox, Ibb, Hertz y muchas otras… Sobraba el dinero por todos lados y los nuevos ricos hacían alarde de su prosperidad, gastando lo que no tenían. Ahora, en cambio, los apartamentos han caído a menos de la mitad de su precio, no hay casi servicios públicos y el Estado, al borde de la suspensión de pagos, tuvo que ser rescatado por la UE. 
De repente se cayeron del guindo y se quedaron con cara de tontos, como cuando el árbitro te roba el partido. Medidas inmediatas: recortes de 15.000 millones de euros en el gasto público y eliminación de 25.000 puestos de funcionarios (y bajada del sueldo de los restantes), así como subida generalizada de los impuestos.

Pero, como no pienso quedarme en resort dublinesse, mejor imagino a Joyce con su parche en el ojo izquierdo, mirando de reojo a la posteridad con aires de glaucoma, componiendo la mueca del genio incomprendido.  James, era un lector compulsivo, bebedor y putero, le escribía cartas obscenas a su mujer, Nora Barnacle, en las que le exigía todo tipo de detalles sexuales íntimos. No andaba muy desacertado H. G. Wells cuando apuntaba a la cloacal obsession de Joyce en una desdeñosa carta que le envió sobre el Ulises.
Ni los celtas, ni los vikingos, ni el Libro de Kells, ni el Trinity College, ni la catedral de San Patricio, ni el trébol de cuatro hojas… Dublín es para mí el mundo a través  de una lupa, donde lo pequeño lo vemos inmenso y podemos cerrar los ojos y volverla a ver. 

f/Belasko
Dublín, Irlanda
2014



 tomado de Semanario Punto 349