John M. Ackerman
Desde 2011, cada año México ha sido convulsionado por un importante estallido social a favor de la transformación de su corrompido sistema político. Hoy, en el cuarto año de protestas, empiezan a brotar las semillas de la concientización, la solidaridad y la organización sembradas por cada uno de los movimientos anteriores. Renacen simultáneamente las luchas de 2011 que cuestionaron la “guerra” en contra del narcotráfico, el levantamiento estudiantil de 2012 que repudió a Enrique Peña Nieto, y las movilizaciones de 2013 en contra de las “reformas estructurales” del Pacto por México. Esta poderosa síntesis dialéctica de diversos actores, causas y estrategias es lo que explica la increíble fuerza del actual movimiento global que reclama justicia para los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa.
Nadie sabe hasta dónde llegará este proceso de efervescencia social. Pero lo que ya queda absolutamente claro es que la sociedad mexicana no es de ninguna manera apática o inconsciente. Han fracasado olímpicamente tanto la clase política como los principales consorcios mediáticos en su misión de moldear al pueblo mexicano a imagen y semejanza de la cultura individualista y consumista del norte. México sigue siendo tan latinoamericano como siempre y su pueblo luchará hasta el final para lograr una democracia verdadera, donde las autoridades rindan cuentas al pueblo humilde en lugar de a la oligarquía nacional, los intereses financieros internacionales y los mandatos de Washington.
En este momento no existe ninguna urgencia para “organizar” burocrática o programáticamente la multitud de expresiones de solidaridad que han surgido espontáneamente desde Oaxaca hasta París y desde Chicago hasta Santiago. Si bien el establecimiento de fuertes lazos de coordinación constituye sin duda una misión importante a mediano plazo, intentar ahora centralizar o estructurar formalmente estas expresiones solamente generaría embudos procesales y debates estériles. Lo verdaderamente urgente es que cada quien redoble la cantidad y la calidad de sus intervenciones sociales con el objetivo de terminar de hacer añicos lo más pronto posible el guión de la “normalidad” democrática que nos han querido vender desde el año 2000.
Cada una de las contribuciones individuales, colectivas, pequeñas o grandes, son estratégicas y sumamente importantes: las banderas blancas en el estadio de futbol de Holanda, las expresiones de repudio a los partidos políticos en Chilpancingo y Morelia, las caravanas de solidaridad hacia Iguala y Ayotzinapa, las marchas, plantones y ofrendas en plazas públicas, la edición de videos, artículos y reportajes sobre las implicaciones de la masacre, los discursos y muestras de solidaridad en conciertos y en la entrega de premios, las caravanas de concientización de los padres de Ayotzinapa a otros estados del país, la elaboración de imágenes, consignas y canciones que articulan la rabia popular, las conversaciones con los vecinos y los compañeros del trabajo y de la escuela. Habría que sacar todo el jugo posible del actual momento “revolucionario” con el fin de difundir, expandir y articular la conciencia social.
Este próximo 20 de noviembre, el 104 aniversario del inicio de la Revolución Mexicana, será sin duda un día clave para que todos expresemos nuestro absoluto repudio al narcogobierno que tiene postrada a la nación. La supuesta “transición democrática” ha resultado ser un enorme fraude. Hoy en México no manda el pueblo, sino el dinero y las redes informales del poder más sádico y corrupto. Si el 20 de noviembre todos y cada uno de los ciudadanos de México, más los millones de mexicanos residentes en el extranjero, hacemos algo para expresar nuestra indignación, aunque sea con acciones sencillas y estrictamente simbólicas, temblarían los cimientos del sistema. Constituye una enorme oportunidad para levantar la voz de manera coordinada como miembros de una gran patria que no merece ser asesinada, saqueada y desangrada todos los días.
En general, es difícil imaginar que el movimiento cumbre de 2014 termine igual de irresuelto que los anteriores, como el Movimiento por la Paz (2011), #YoSoy132 (2012) y las protestas en contra de las reformas energética y educativa (2013). Los estudiantes y los padres de familia de Ayotzinapa tienen perfectamente claro que lograr justicia para sus compañeros e hijos caídos no depende de una conferencia de prensa de Murillo Karam o del resultado de un estudio de la Universidad de Innsbruck. Son personas que tienen una gran formación cultural y educativa, así como conciencia social, y saben que la única forma de realmente “evitar que ocurra otro Ayotzinapa” es resolver de raíz el problema de impunidad y corrupción estructurales.
Nuestros gobernantes, en cambio, todos los días hacen gala de su gran ignorancia, indiferencia e incultura. El viaje a China, la “Casa Blanca” y el avión de Enrique Peña Nieto, el maquillista de Angélica Rivera, los provocadores en Palacio Nacional, las declaraciones golpistas del general Cienfuegos, y los comentarios incendiarios de los jóvenes priistas Ana Alidey Durán y Luis Adrián Ramírez, todos revelan una podredumbre moral y ética que ha corroído al sistema político hasta la médula.
Jen Psaki, vocera del Departamento de Estado de EU, ha pedido a la sociedad mexicana “mantener la calma” frente a la tragedia de Ayotzinapa. Pero habría que recordar a la funcionaria que la “calma” fue rota ya hace muchos años por su país al imponer una absurda y criminal “guerra” militarizada, en contra del pueblo mexicano, que ha generado más de 100 mil muertos y 22 mil desaparecidos desde 2007. Más bien, lo que se requiere es trabajar sin descanso para seguir interrumpiendo la calma y la tranquilidad de los poderosos con el objetivo de un día lograr un momento de paz para el pueblo humilde y trabajador, así como un verdadero descanso para los familiares y amigos de las víctimas del sadismo institucionalizado.
Twitter: @JohnMAckerman
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(Publicado en Revista Proceso, No.1985)