DE LA Editorial
CARLOS
FUENTES: Nos ha legado su AURA
El
escritor mexicano Carlos Fuentes falleció este martes a los 83 años en
un
hospital de la Ciudad de México, según un reporte de Notimex. Fuentes,
un
articulista habitual, publicó apenas este martes un texto de opinión en
el
diario Reforma titulado Vive el socialismo. Pero…. En
él
analiza la llegada a la presidencia de Francia, al recién electo
Francois
Hollande. Asimismo, el día 1 de este mes fue nombrado Doctor
Honoris Causa por
la Universidad de las Islas Baleares (UIB), se hizo presente en la Feria
Internacional del Libro de Buenos Aires.
La muerte de Artemio Cruz y Aura
son dos de las mejores novelas de
Carlos Fuentes, consideradas hoy clásicos de la literatura
hispanoamericana. En
ambos libros hay un manejo de las nuevas técnicas narrativas
vanguardistas que
le permiten retratar imaginariamente ese mundo complejo de un México
Posrevolucionario donde confluyen el tema de la Historia, el poder, el
autoritarismo, la muerte y a decir de Julio Ortega: "La actualidad de
estas novelas está en la fuerza de su alarma ante el mal, en su alegato
antiautoritario. Esa fábula, varias décadas después, es más actual que
nunca".
Presentamos
aquí, una de sus últimas entrevistas, concedida a EL CLARIN de Buenos
Aires.
EL CLARÍN
- 30/04/12
Carlos
Fuentes está de vuelta en Buenos Aires, una de las ciudades que ama, en
la que
vivió durante su adolescencia y donde se hizo “hincha de Aníbal Troilo,
del
Polaco Goyeneche y los cines de Lavalle”. El escritor mexicano, de 83
años,
viajó para dar mañana una charla magistral en la Feria del Libro y
prometió
firmar hasta el último ejemplar.
Su visita
coincide con la aparición de La gran
novela latinoamericana , con los (primeros) 50 años de su obra La muerte de Artemio Cruz, y con la
llegada a las librerías –y a la Feria, claro– de Carolina
Grau , un nuevo libro de ficción. Puras tentativas
temáticas, porque no revelará nada sobre su charla de mañana: “Vayan a
oírme”,
invita el novelista que prefirió no conocer a Jorge Luis Borges “porque
no
quería mezclar al autor que tanto admiraba con el hombre que hablaba
bien de
Pinochet”, explica. Tampoco hubiera querido conversar con el escritor
francés
Céline “por su antisemitismo feroz”. “Tengo una idea que a veces se toma
por
extravagante: puedo considerar que un libro es una gran obra, sin
concidir
políticamente con el autor; hay que saber separar la ideología de la
obra”,
argumenta.
Carolina Grau se estructura en
ocho cuentos que son, a la vez, una misma novela. En cada
relato se repite un personaje: “Carolina puede ser camarera, o una diosa
olmeca, o una mujer de ciencia. Lo que digo es que una mujer puede ser
cualquier cosa, que ya no hay roles prohibidos para ellas”. Grau es, en
palabras de su creador, un personaje liberador que exime a los que la
rodean de
aquello a lo que están condenados.
¿La
literatura fue una manera de liberarse para usted? Desde siempre: tengo
la
fortuna de hacer un trabajo que me libera de ser un burócrata, un
abogado o un
político. Hay una disciplina pero es muy bella. Siempre tengo una idea
de lo
que haré al día siguiente, pero a la noche la imaginación le dicta al
escritor
y eso convierte a la literatura en una aventura muy gozosa. Es un
trabajo
accidentado, novedoso, inesperado.
Usted
suele trabajar con varios proyectos a la vez porque cuando termina
alguno,
siente que enviuda; ¿cómo conjuga esas ideas? Es como si manejara
pelotas en el
aire, como un malabarista. Y detrás hay disciplina: heredé de mi abuela
alemana
la decisión de hacer las cosas a tiempo y bien. Y eso para la literatura
es
bueno. Si uno a la disciplina le suma la imaginación, funciona. Si no
estuviera
la imaginación yo sería un sargento de la caballería alemana y no un
escritor
mexicano.
¿Y alguna
vez surge la idea de dejar de escribir? Nunca, un escritor no se retira.
Siempre hay un proyecto más en la imaginación. En la literatura no
existe la
palabra “fin”: ni para los escritores ni para los lectores. Se escribe
un libro
con la esperanza de que el lector lo continúe. ¿Usted se imagina el
Quijote con
un fin, fin, fin ? No, ninguna
novela que dure tiene fin. La literatura es una ocupación de por vida:
hasta el
último suspiro uno está imaginando, deseando, escribiendo.
Fuentes,
nacido en 1928 e hijo de un diplomático, vivió desde su infancia en
distintas
ciudades del mundo. Su nomadismo le permitió ser testigo –antes de
convertirse
en protagonista– de tres sucesos del siglo XX que, subraya, “tuvo la
fortuna de
presenciar”: Crecí en Estados Unidos en la época de Roosevelt, durante
el Nuevo
Trato: Roosevelt le dio la fuerza a la democracia para resolver los
problemas
que en Europa hacían surgir totalitarismos. En México, Lázaro Cárdenas
hizo la
revolución agraria y la nacionalización del petróleo. Y en Chile me tocó
ver el
Frente Popular: la unión de los partidos radical, socialista y
comunista.
Fueron tres experiencias que me dieron mi orientación de
centroizquierda, a la
que he sido fiel toda mi vida. Pero horrores no faltaron: vi los
exterminios en
masa, los campos de concentración nazis y stalinistas, el antisemitismo.
En esa
situación, los libros resolvían todo: me daban la idea de un porvenir
bueno.
Texto de Carlos Fuentes (1928-2012),
incluido en su libro titulado En esto creo, del que
ofrecemos un fragmento, con autorización del sello editorial Alfaguara
LA MUERTE
Carlos Fuentes
Cuando se trata de acompañar a
la muerte, ¿cuál es el tiempo válido para la vida? Freud nos advierte
que lo que no tiene vida existió con anterioridad a lo vivo. El fin de
toda vida es la muerte, una reina todopoderosa que nos precedió y
seguirá aquí cuando desaparezcamos. ¿Nos anunció antes de ser? ¿Nos
recordará después de haber sido? O más bien, la nada que nos precedió y
que nos seguirá, ¿sólo se vuelve consciente en tanto naturaleza, no en
tanto nada, gracias a nuestro paso por la vida? La muerte espera al más
valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al
más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la
conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos
que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es. La esperamos con grados
diferentes de aceptación, de furia, de tristeza, de cuestionamiento, de
arrepentimiento, de eso que Xavier Villaurrutia llamaba nostalgia
de la muerte.
Hacemos el balance de nuestra vida, pero sabemos que
el verdadero fiscal es la muerte y que su veredicto lo conocemos de
antemano. Compañera final e inevitable. Pero ¿amiga o enemiga? Enemiga
y, más que enemiga, rival, cuando nos arrebata a un ser amado. Qué
injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte que no nos mata a
nosotros, sino a los que amamos. Sin embargo, esa muerte enemiga es la
que podemos vencer. A veces, en mis caminatas diarias por el viejo
cementerio de Brompton en Londres, paso frente a un vasto terreno de
cruces blancas. Contrastan con la elaboración suntuaria de la mayoría de
los túmulos funerarios del camposanto. Son las sencillas cruces blancas
de muchachos muertos en la primera guerra mundial. Leo sobrecogido las
fechas de nacimiento y muerte. No he encontrado allí a un solo joven que
haya rebasado los treinta años de edad. La muerte de un joven es la
injusticia misma. En rebelión contra semejante crueldad, aprendemos por
lo menos tres cosas. La primera es que al morir un joven, ya nada nos
separa de la muerte. La segunda es saber que hay jóvenes que mueren para
ser amados más. Y la tercera, que el muerto joven al que amamos está
vivo porque el amor que nos unió sigue vivo en mi vida.
Si muy pocos pueden rememorar en su genealogía a un héroe o a un genio, todos podemos acercarnos al gran acervo verbal de la muerte por vía de la palabra poética.
Nadie, para mí, se acerca más a mi propio sentimiento mortal que uno de los dos más grandes poetas del Siglo de Oro español (el otro es Góngora), Francisco de Quevedo. Evidencia de la muerte:
¡Cómo de entre mis manos te resbalas!/ ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía! (...) ¡Oh condición mortal, oh dura suerte!/ ¡Que no puedo querer vivir mañana/ sin la pensión de procurar mi muerte!Pero evidencia, también, del amor constante más allá de la muerte:
Alma a quien todo un dios prisión ha sido.../ su cuerpo dejará, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado:
John Donne le da otro giro a la muerte temprana. La joven mujer tenía quince años, dice la
Elegía, y el destino no le abrió las puertas del porvenir. Se llevó la libertad de su propia muerte, pero convirtió a cada sobreviviente en su delegado a fin de cumplir el destino que pudo ser el de ella. Victoria, así, sobre la muerte: For since death will proceed to triumph still,/ He can find nothing, after her, to kill.
Ésta es la muerte que nos pertenece a todos. La muerte compartida de la palabra que vence a la muerte.
Permanece, sin embargo, el hecho de que, precedidos o sucedidos, olvidados o recordados, morimos solos y, radicalmente, morimos para nosotros solos. Quizás no morimos del todo para el pasado, pero ciertamente, morimos para el futuro. Quizás seamos recordados, pero nosotros mismos ya no recordaremos. Quizás muramos sabiendo todas las cosas del mundo, pero de ahora en adelante, nosotros mismos seremos cosa. Vimos y fuimos vistos por el mundo. Ahora el mundo seguirá siendo visto, pero nosotros nos habremos vuelto invisibles. Puntuales o impuntuales, vivimos de acuerdo con los horarios de la vida. Pero la muerte es el tiempo sin horas. ¿Tendré más gloria que la de imaginar que mi muerte es singular, sólo para mí, butaca preferente en el gran teatro de la eternidad?
Hay quienes esperan que la muerte los libere de su propia memoria. Muchos suicidas. Hay quienes lamentarán toda la vida (la que les resta) no haber prestado atención, no haber tendido la mano o escuchado a la persona que se fue para siempre.
Hay el silencio del amor viril que debe esperar hasta la
muerte para manifestarse, diciéndole al muerto lo que jamás, por pudor,
le dijimos al vivo. Tejido de pesares y arrepentimientos que son como la
segunda mortaja del muerto. Y éste, ¿habrá ejercido el derecho de
llevarse un secreto a la tumba? ¿No es éste uno de los grandes derechos
de la vida: saber que sabemos algo que jamás diremos?
No queremos, por más negaciones y fatalidades que se acumulen sobre nuestras cabezas, por más testimonios y certezas de lo imposible que nos presente la fiscalía de la muerte, renunciar a la convicción de que la muerte no es la nada, es algo, es valiosa, aunque ella misma nos diga lo contrario. Creemos que la muerte de hoy dará presencia a la vida de ayer. Con Pascal repetimos: “Nunca digas ‘lo he perdido’. Mejor di: ‘lo he devuelto’”. Piensa que es cierto. Hay quienes mueren para ser amados más. Piensa que el muerto amado vive porque el amor que nos unió está vivo en mi vida. Piensa que sólo lo que no quiere sobrevivir a todo precio tiene la oportunidad de vivir realmente. Querer sobrevivir a todo precio es la maldición del vampiro que nos habita.
Es, también, la oportunidad erótica. En Cumbres borrascosas, Cathy y Heathcliff están unidos por una pasión que se reconoce destinada a la muerte. La sombría grandeza de Heathcliff está en que sabe que todos sus actos sociales, la venganza, el dinero, la humillación de quienes lo humillaron, el tiempo de la infancia compartido con Cathy, no regresarán. Cathy también lo sabe y por ello, porque
La muerte, dice Georges Bataille en su maravilloso ensayo sobre Cumbres borrascosas, es el origen disfrazado.
Puerto que el regreso al tiempo original del amor es imposible, la pasión de los amantes sólo puede consumarse en el tiempo eterno e inmóvil de la muerte. La muerte es un instante sin fin. ¿Por qué? Porque la muerte, radicalmente, ha renunciado al cálculo del interés. Nadie, muerto, puede decir
Pero si no basta una vida para cumplir todas las promesas de nuestra personalidad truncada por la muerte, ¿corremos el peligro de irnos al extremo opuesto y creer que todo es espíritu y nada materia? Eterno aquél, perecedera ésta. ¿O es que nada muere por completo, ni el espíritu ni la materia? ¿Son similares sus desarrollos? Sabemos que los pensamientos se transmiten, más allá de la muerte. ¿Pueden transmitirse, también, los cuerpos?
Las ideas nunca se realizan por completo. A veces se retraen, hibernan como algunas bestias, esperan el momento oportuno para reaparecer. El pensamiento no muere. Solo mide su tiempo. La idea que parecía muerta en un tiempo reaparece en otro. El espíritu no muere. Se traslada. Se duplica. A veces suple, e incluso, suplica. Desaparece, se le cree muerto. Reaparece. En verdad, el espíritu se está anunciando en cada palabra que pronunciamos. No hay palabra que no esté cargada de olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos. Y sin embargo, no hay palabra que no venza a la muerte porque no hay palabra que no sea portadora de una inminente renovación.
La palabra lucha contra la muerte porque es inseparable de la muerte, la huerta, la anuncia, la hereda... No hay palabra que no sea portadora de una inminente resurrección. Cada palabra que decimos anuncia, simultáneamente, otra palabra que desconocemos porque la olvidamos y una palabra que desconocemos porque la deseamos. Lo mismo sucede con los cuerpos, que son materia. Toda materia contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca. Vivimos por eso una época que es la nuestra, pero somos espectro de otra época pasada y el anuncio de una época por venir. No nos desprendamos de estas promesas de la muerte.
No queremos, por más negaciones y fatalidades que se acumulen sobre nuestras cabezas, por más testimonios y certezas de lo imposible que nos presente la fiscalía de la muerte, renunciar a la convicción de que la muerte no es la nada, es algo, es valiosa, aunque ella misma nos diga lo contrario. Creemos que la muerte de hoy dará presencia a la vida de ayer. Con Pascal repetimos: “Nunca digas ‘lo he perdido’. Mejor di: ‘lo he devuelto’”. Piensa que es cierto. Hay quienes mueren para ser amados más. Piensa que el muerto amado vive porque el amor que nos unió está vivo en mi vida. Piensa que sólo lo que no quiere sobrevivir a todo precio tiene la oportunidad de vivir realmente. Querer sobrevivir a todo precio es la maldición del vampiro que nos habita.
Es, también, la oportunidad erótica. En Cumbres borrascosas, Cathy y Heathcliff están unidos por una pasión que se reconoce destinada a la muerte. La sombría grandeza de Heathcliff está en que sabe que todos sus actos sociales, la venganza, el dinero, la humillación de quienes lo humillaron, el tiempo de la infancia compartido con Cathy, no regresarán. Cathy también lo sabe y por ello, porque
yo soy Heathcliff, se adelanta a la única semejanza con la tierra perdida del amor original: la tierra de la muerte. Cathy muere para decirle a Heathcliff, la muerte es nuestro hogar verdadero, reúnete aquí conmigo. La muerte es el reino verdadero de Eros, donde la imaginación erótica suple las ausencias físicas, sobre toda la separación radical que es la muerte.
La muerte, dice Georges Bataille en su maravilloso ensayo sobre Cumbres borrascosas, es el origen disfrazado.
Puerto que el regreso al tiempo original del amor es imposible, la pasión de los amantes sólo puede consumarse en el tiempo eterno e inmóvil de la muerte. La muerte es un instante sin fin. ¿Por qué? Porque la muerte, radicalmente, ha renunciado al cálculo del interés. Nadie, muerto, puede decir
esto me conviene o no me conviene,
gano o pierdo,
subo o bajo. Éste es, en Pedro Paramo de Juan Rulfo, el triunfo final del novelista sobre su propio personaje cruel, calculador y, a diferencia de Heathcliff, anclado en la inmortalidad de un amor no correspondido hacia Susana San Juan. A cambio de esta derrota, Rulfo nos introduce, junto con todo un pueblo –Comala–, a nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte. Estamos mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida, todo es vida. Imaginemos entonces que cada niño que nace cada minuto reencarna a cada una de las personas que mueren cada minuto. No es posible saber a quién reencarnamos porque nunca hay testigos actuales que reconozcan al ser reencarnado. Pero si hubiese un solo testigo capaz de reconocerme como el otro que fui, ¿entonces, qué? Me detiene en una calle... antes de descender de un auto o de entrar a un restorán... me toma del brazo... me obliga a participar de una vida pasada que fue la mía. Es un sobreviviente: el único capaz de saber que yo soy una reencarnación. El único capaz de decirme: –Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad.
Pero si no basta una vida para cumplir todas las promesas de nuestra personalidad truncada por la muerte, ¿corremos el peligro de irnos al extremo opuesto y creer que todo es espíritu y nada materia? Eterno aquél, perecedera ésta. ¿O es que nada muere por completo, ni el espíritu ni la materia? ¿Son similares sus desarrollos? Sabemos que los pensamientos se transmiten, más allá de la muerte. ¿Pueden transmitirse, también, los cuerpos?
Las ideas nunca se realizan por completo. A veces se retraen, hibernan como algunas bestias, esperan el momento oportuno para reaparecer. El pensamiento no muere. Solo mide su tiempo. La idea que parecía muerta en un tiempo reaparece en otro. El espíritu no muere. Se traslada. Se duplica. A veces suple, e incluso, suplica. Desaparece, se le cree muerto. Reaparece. En verdad, el espíritu se está anunciando en cada palabra que pronunciamos. No hay palabra que no esté cargada de olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos. Y sin embargo, no hay palabra que no venza a la muerte porque no hay palabra que no sea portadora de una inminente renovación.
La palabra lucha contra la muerte porque es inseparable de la muerte, la huerta, la anuncia, la hereda... No hay palabra que no sea portadora de una inminente resurrección. Cada palabra que decimos anuncia, simultáneamente, otra palabra que desconocemos porque la olvidamos y una palabra que desconocemos porque la deseamos. Lo mismo sucede con los cuerpos, que son materia. Toda materia contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca. Vivimos por eso una época que es la nuestra, pero somos espectro de otra época pasada y el anuncio de una época por venir. No nos desprendamos de estas promesas de la muerte.