Hace 125 años Walt Whitman concibió a un Colón cuyo impulso
para la aventura excedía la mundana promesa de oro y fama.
Pero ese gesto revisionista no ha sido el único. ¿Cuántos Cristóbal Colón caben en 500 años?
“Colón ha sido siempre un mito y un hombre,
un mito que ha encarnado una sucesión de triunfos y culpas a lo largo de hace
ya cinco siglos”, escribe Arthur Schlesinger Jr. en el artículo que hoy publicamos y que emprende
también un viaje, en este caso para pasar lista a todos los Colones que en el
mundo y en la historia han sido.
Por Arthur Schlesinger Jr.
El 12 de octubre el
encuentro más crucial entre Europa y las Américas. En el estado de ánimo
mundial de hoy, la llegada de Colón al Nuevo Mundo
—nuevo en todo caso para los intrusos europeos; viejo y familiar para sus
habitantes— no parece ser momento de júbilo y sí en cambio de meditación. Y en
algunas latitudes hasta es motivo de penitencia y remordimiento.
Cristóbal Colón ha sido siempre un mito y un hombre; un mito
que ha encarnado una sucesión de triunfos y culpas a lo largo de hace ya cinco
siglos. El mito ha encontrado especial acogida en la nación más poderosa de las
que iban a surgir en el hemisferio occidental, una nación que puede que no
hable la lengua de Colón (ninguna de ellas), pero que ha venerado con
diligencia su memoria.
La biografía que decidió la imagen de Colón en el siglo XIX
se publicó en 1828 y la escribió Washington Irving, el primer hombre de letras
internacional, amante de España, el aficionado a Granada y la Alhambra y, más
tarde, Ministro de la embajada de Estados Unidos en Madrid. Medio siglo
después, unos norteamericanos irlandeses bautizaron con el nombre de Caballeros
de Colón a una cofradía recién fundada. Hubo un movimiento para celebrar el día
de la llegada que culminó en 1934, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt
proclamó el 12 de octubre como día de fiesta nacional.
El gran héroe del
siglo XIX está en vías de convertirse en el gran villano del siglo XXI. Ahora
se acusa a Colón de que, lejos de ser el pionero del progreso y la ilustración,
lo fue en realidad de la opresión, el racismo, la esclavitud, la violación, la
rapiña, el vandalismo, el exterminio y la desolación ecológica.
Hay que decir que la reacción revisionista ya tiene tiempo
en marcha. En el cuarto centenario, Justin Winsor, un historiador y bibliógrafo
de la América en sus inicios, publicó una excelente biografía crítica en la que
sostenía que Colón había dejado al Nuevo Mundo “un legado de devastación y
fechorías”.
George Santayana no tardó en escribir sobre Colón en una de sus
odas:
dio al mundo otro mundo, y acarreó
la perdición de naciones inocentes y amantes de los ríos,
maldijo a España con fútil oro, e hizo de los Andes
feudos de San Pedro.
Hoy el revisionismo está en apogeo. Mucho de él es útil y
necesario.
“El deber que tenemos con la historia”, como dijo Oscar Wilde, “es
reescribirla”. Sobre la frase “descubrimiento de América” recae una
prohibición. Se apunta, no sin razón, que América fue descubierta siglos antes
por los migrantes que llegaron en pequeños grupos atravesando el puente del
Estrecho de Bering desde Asia oriental.
Por lo tanto, decir que la llegada de
Colón fue un “descubrimiento” merece una condena por eurocentrismo. Es
inobjetable la propuesta de que se contemple la llegada de Colón desde el punto
de vista de quienes fueron a su encuentro y el de quienes lo enviaron al
encuentro.
También satisface que comencemos a ver en Colón al hombre de
un modo diferente al del siglo XIX, no como al “pionero del progreso y la
ilustración” de Benjamin Harrison, sino como él se veía a sí mismo, a saber,
como un hombre intoxicado de Dios que, a causa de sus extraordinarias
habilidades prácticas como navegante, creyó que emprendía una búsqueda más
espiritual que geográfica, el mensajero, no del racionalismo y la ciencia sino
del Todopoderoso, que advirtió que el mundo acabaría en siglo y medio, y
profetizó, como escribió a un amigo íntimo de la reina Isabel, sobre “los
nuevos cielos y la nueva tierra que el Señor hizo, y de los que San Juan
escribe en el Apocalipsis”.
Creo que lo correcto es empezar a leer su mesiánico
Libro de las profecías, no como un intento cínico de timar a la reina, ni como
el brote paranoico de una persona acabada, senil y desesperada, sino como el
centro del sueño colombino.
El revisionismo restaura el equilibro hasta cierto punto
pero, llevado por la culpa de occidente, puede bordear el masoquismo. Citemos
la resolución sobre el quinto centenario que aprobó el Consejo Nacional de las
Iglesias: “Lo que algunos historiadores han denominado un `descubrimiento’ fue
en realidad una invasión y una colonización con ocupación legalizada,
genocidio, explotación económica y un profundo nivel de racismo institucional y
decadencia moral”.
La declaración de tres páginas del Consejo de las Iglesias
es una severa acusación a la conquista europea por su historia criminal.
El novelista Hans Koning lo considera “peor que Atila, rey
de los hunos”. El año pasado, durante el día de Colón hubo protestas en
Washington, y sus detractores derramaron sangre falsa sobre su estatua en Union
Station. Hace poco, Marlon Brando pidió que se quitara su nombre de los
créditos de una película, Christopher Columbus: The Discovery, en razón de que
la película no retrataba a Colón como al “verdadero villano que fue”, el hombre
“directamente responsable de la primera ola de destrucción genocida de los
pueblos indígenas de Norteamérica”. (Por cierto, en la película Marlon Brando
hacía el papel de Torquemada).
En la ciudad universitaria de Berkeley, California, en un folleto se acusaba a Colón de “gran rapiña; genocidio; racismo; inicio de la destrucción de la cultura; violación, tortura y mutilación del pueblo indígena; y [de ser el] instigador de la Gran Mentira”; más tarde, los funcionarios de la ciudad hicieron del 12 de octubre el Día de los Pueblos Indígenas.
Cuando Cristóbal Colón, un descendiente del explorador, fue
nombrado gran mariscal del desfile anual del Día de Año Nuevo en Pasadena, en
el Desfile de las Rosas, el vicealcalde de la ciudad acusó a Colón de ser
“símbolo de avaricia, esclavitud, violación y genocidio” y denunció el
nombramiento de su descendiente como un insulto a los indígenas
norteamericanos. La protesta sólo se apaciguó con el nombramiento de Ben
Nighthorse Campbell, un congresista y jefe cheyenne, como cogran mariscal.
Hace poco pregunté a Fidel Castro en La Habana cómo veía el
inminente quinto centenario. Fidel contestó: “Nosotros somos críticos. Colón
trajo muchas cosas malas”.
Yo dije, “Si no fuera por Colón, ustedes no estarían aquí”.
Castro dijo, “Bueno, Colón trajo cosas buenas y cosas malas”. Esta reacción
levemente esquizofrénica no es atípica.
Al norte y al sur de la frontera, los americanos de ascendencia española se hallan entre el orgullo de su herencia hispana y la identificación romántica con las tradiciones indígenas. En Estados Unidos, algunos latinos se unieron a la campaña en contra de la conquista española; otros tomaron el asunto como un ataque personal.
“Para mi madre es algo que nos trajo la religión y la
civilización”, dijo un latino a Patricia Duarte, de Newsday. “Los jóvenes lo
ven como una atrocidad”.
Aun así, la imagen “políticamente correcta” de Colón como
verdugo domina la discusión actual. El crítico de arte Hilton Kramer lo resume
así:
Ahora se denigra a Colón como a un maniaco eurocéntrico y
genocida que, además de diezmar a los pueblos nativos de las Américas, fue
también el causante de la destrucción de su ecología y trajo a esta parte del
mundo el más atroz de los sistemas económicos, a saber, el capitalismo.
Si Colón hubiera previsto siquiera una parte de todos los
pecados de los que se le iba a acusar cinco siglos después, quizás nunca se
hubiera molestado en descubrir América.
¿Por qué esta corriente de actitudes? Es obvio que desde que
se exaltaron los aspectos heroicos de Colón en el cuarto centenario, el estado
de ánimo mundial ha cambiado. Este cambio plasma el fin del dominio europeo en
el planeta. Refleja la revuelta del Tercer Mundo contra la explotación
económica, el control político, el saqueo cultural, la humillación individual y
colectiva, y a veces hasta contra la propia modernidad. Refleja la mala
conciencia (tardía) occidental y la consiguiente revaloración del impacto que
tuvo occidente en el resto de la humanidad.
Nadie puede dudar de la arrogancia y la brutalidad de los
invasores europeos, sus modos insensibles y destructores, la devastación humana
y ecológica que dejaron a su paso. Genocidio tal vez sea un término demasiado
violento, al menos para la América hispana; se aplica mejor a la América
británica, que en general creía que el único indio bueno era el indio muerto.
Muchos españoles quisieron mantener vivos a los indígenas, aunque fuera como
mano de obra esclava; algunos, como Bartolomé de las Casas, denunciaron el
trato inhumano en un lenguaje valeroso y ardiente.
Tanto en el Sur como en Estados Unidos, muchos más
amerindios murieron contagiados por las enfermedades de los europeos —viruela,
cólera, sarampión— que intencionadamente por sus espadas, arcabuces y
latigazos. (Y en el intercambio transatlántico de enfermedades, al parecer los
europeos contrajeron la sífilis).
Los revisionistas suelen describir a la América precolombina
como una arcadia. La descripción más atractiva de este tipo es la de
Kirkpatrick Sale, en su entretenido y apasionado libro The Conquest of Paradise
(1990). Sale vislumbra un continente donde la gente vivía en “armonía
equilibrada y provechosa” con la naturaleza y unos con otros, “un mundo
intacto, un Edén sustraído de asombrosa plenitud… que funcionaba para todos los
fines y propósitos en su estado primigenio”, verde y puro, hasta que la
violencia europea aplastó la utopía humana y ecológica.
El mito de la inocencia es antiguo. “En un principio”,
escribió John Locke hace tres siglos, “todo el mundo era América y aún más de
lo que lo es ahora; porque no se conocía en ninguna parte algo como el Dinero”.
Pero la visión de una América precolombina incorrupta está
en grave conflicto con otra parte de la campaña anti-Colón: la opinión de que
la América precolombina contenía civilizaciones elaboradas y avanzadas que la
invasión europea destruyó implacablemente.
Sólo hay que recordar los elevados templos, la precisión de
los cálculos astronómicos, la exactitud de los calendarios y los complejos
jeroglíficos de los mayas en Centroamérica; o la arrebatadora perplejidad con
que, en 1519, el obstinado Cortés y su pequeña cuadrilla de españoles otearon
desde la distancia, no el Pacífico desde la cima de Keats en el Darién, sino la
brillante ciudad azteca de Tenochtitlan, una metrópolis tan imponente como
cualquiera de las europeas en el siglo XVI; o el contraste entre el brutal
asesino que fue el español Pizarro y el cortés y civilizado emperador inca
Atahualpa; o la espléndida gracia, simetría y capacidad imaginativa del arte
precolombino.
Pero aquellos imperios también eran sociedades
teocrático-militares, arrogantes, crueles y etnocéntricas, como los europeos
que las demolieron. Lejos de vivir en armonía con la naturaleza es evidente que
los mayas causaron su propio derrumbe con la deforestación y otras prácticas
agrícolas destructoras que alteraron el ecosistema de selva tropical de
Centroamérica. Lejos de vivir en armonía unos con otros, parece que las
ciudades-estado mayas estaban en guerra constante y torturaban y decapitaban
ritualmente a los prisioneros.
El antropólogo Louis Faron describe a las sociedades
mundurucú de la cuenca del Amazonas, cuyo trato a los prisioneros de guerra
“iba desde la mutilación exótica de cabezas reducidas hasta la ingestión de
partes del cadáver”. Después de quitar el cerebro y los dientes y clausurar los
ojos con cera de abeja, los mundurucús hervían la cabeza y le ensartaban
cuerdas a través de la boca para sacarlas por la nariz. Los tupinambas, en la
costa del Atlántico, “como los caribes y cubeos, consideraban que comer carne
humana era un acto ritual y parte de su creencia en la consustanciación”.
Eran tribus primitivas, pero los aztecas, más desarrollados,
llevaron los procesos de tortura ritual y sacrificio humano a alturas de
éxtasis. Miles de cautivos, trofeos de guerra o exigidos en tributo, se
alineaban ante los 114 peldaños de la gran pirámide a la espera de que los
sacerdotes les hundieran el cuchillo de obsidiana y les arrancaran el corazón
—una ceremonia sin duda entendible porque estaba dedicada al dios sol, pero
nada fácil de reconciliar con el mito revisionista de la armonía y la inocencia
sustraídas—. Cortés conquistó Tenochtitlan con tanta facilidad porque las
tribus indígenas que estaban subyugadas y perseguidas por los aztecas lo
acogieron como al liberador de la insoportable tiranía. Como escribe Carlos
Fuentes, “fue la victoria de los otros indios sobre el supremo señor azteca”.
Dadas las costumbres y los métodos aztecas, uno se pregunta
qué hubiera sucedido con los desventurados habitantes de España y Portugal si
la travesía del Atlántico hubiera sido en sentido inverso y los aztecas
hubieran conquistado Iberia. Y los que insisten en que aztecas e incas,
mundurucús y tupinambas deben ser juzgados de acuerdo con sus propios valores y
no con los nuestros, deben la misma indulgencia a los conquistadores.
La conclusión melancólica es que a pesar del dramático
choque de culturas, en ciertos aspectos, como afirma el historiador Hugh
Thomas, no es mucha la diferencia entre la Europa y el México de 1492: poca
diferencia en los usos del poder, en las desigualdades autorizadas, en la
coerción y la tortura, en el imperialismo, la violencia y la destrucción, en
(para saltar siglos adelante hasta los estándares contemporáneos) la supresión
de la libertad individual y los derechos humanos. El recuento no ilustra tanto
el despiadado aniquilamiento de una cultura idílica a manos de una cuadrilla de
extranjeros como la violencia de todas las culturas y la universalidad del
pecado original. Crueldad y destrucción no son el monopolio de un solo
continente, una raza o cultura. Como nos recuerda William James, “el rastro de
la serpiente humana está en todo”.
Cristóbal Colón, observó Mario Vargas Llosa en una
conferencia sobre el quinto centenario en la primavera de 1991 en Sevilla, se
ha convertido en una ficha histórica en un juego político contemporáneo, y la
América británica y la América hispana lo usan con diferentes fines.
En Estados Unidos, Colón es sólo un pretexto más para el
ataque ya fructífero que han montado los apóstoles de la corrección política
contra el establishment. La reacción latinoamericana, prosigue Vargas Llosa, es
mucho más primaria y orgánica.
Allá Colón no sirve de víctima propiciatoria sino de
coartada. Acusar a la conquista de todo proporciona a los países
latinoamericanos una excusa perpetua por no haber logrado democracias humanas,
estables y progresistas. América Latina, dice Vargas Llosa, debe empezar a
aceptar la responsabilidad ante su propio destino. Lo mismo dice Carlos
Fuentes: cuando los latinoamericanos encaran las preguntas que plantean una
“política balcanizada y fracturada, sistemas económicos fallidos y vastas
desigualdades sociales”, hay que reconocer que “sólo podemos responder a esas
preguntas desde dentro de nosotros mismos”.
El gran debate del quinto centenario sobre Colón y su obra
tiene resonancias en la mente de los historiadores. No es la primera vez que se
propone que el descubrimiento de América fue un error. Poco antes del
tricentenario de la llegada de Colón, estalló un ardiente debate sobre ese
tema. La diferencia principal es que en el siglo XVIII los europeos lamentaron
la apertura de las Américas; hoy, Europa está conforme en general, salvo por
los críticos franceses del Euro Disney, pero en América la propuesta atrae y
agita.
Por un tiempo, los europeos inventaron una América poblada
de nobles salvajes, hombres incorruptos por la civilización; como escribió
Montaigne, citando a Séneca, esos hombres estaban “recién salidos de los
dioses”. Pero Europa nunca ha dejado de reinventar el Nuevo Mundo.
En el siglo XVIII, el debate arrancó cuando el Conde de
Buffon, el famoso naturalista francés, expuso una tesis sobre la inferioridad
biológica en América que desencadenó una colección de razones pseudocientíficas
para explicar “por qué los reptiles y los insectos son tan grandes, los
cuadrúpedos tan pequeños, y los hombres tan fríos en el Nuevo Mundo”. La idea
se difundió con rapidez.
En Inglaterra, The Deserted Village de Oliver Goldsmith
describía una tierra malsana y tenebrosa donde los pájaros no cantaban ni los
perros ladraban.
El philosophe Abbé Corneille de Pauw no tardó en describir
América “tan poco agraciada por la naturaleza que todo lo que contiene es o
degenerado o monstruoso” y a los americanos como “una especie degenerada del
género humano, cobardes, impotentes, sin vigor físico, sin vitalidad, sin
elevación de la mente”. En cuanto a la conquista del Nuevo Mundo, concluía De
Pauw, “ha sido el mayor infortunio que le ha pasado a la humanidad”.
El Abbé Guillaume Raynal coincidió con entusiasmo. “¿Cuántas
calamidades irreparables”, se preguntaba, “no han acompañado a la conquista de
esas regiones?”. Sin duda Europa estaba en deuda con el Nuevo Mundo por unas
cuantas comodidades y lujos. “Pero antes de que se obtuvieran esos disfrutes,
¿éramos menos sanos, menos robustos, menos inteligentes o menos felices?
¿Merecen esas frívolas ventajas -obtenidas con tanta crueldad, distribuidas con
tanta desigualdad y disputadas con tanta obstinación- una sola gota de la
sangre que se ha derramado y que se seguirá derramando por ellas?”.
Raynal elaboró su acusación. “Detengámonos”, dijo
finalmente, e imaginemos que existíamos cuando América y la India eran
desconocidas. Supongamos que me dirijo al más cruel de los europeos en los
términos siguientes. Existen regiones que te proporcionarán metales preciosos,
vestimenta agradable y comida deliciosa.
Pero lee esta historia y contempla a qué precio se te
promete el descubrimiento. ¿Deseas o no que éste se realice? ¿Es de imaginar
que exista un ser tan infernal como para responder afirmativamente a esta
pregunta? Téngase presente que no habrá un solo instante en el futuro en el que
mi pregunta no tenga la misma fuerza.
Raynal no se detuvo ahí.
Después de la Declaración de Independencia creó un premio de
1,200 francos que otorgaría la Academia de Lyons al mejor ensayo sobre este
tema candente: “¿Fue el descubrimiento de América una bendición o una maldición
para la humanidad? Si fue una bendición, ¿con qué medios vamos a conservar y
acrecentar sus beneficios? Si fue una maldición, ¿con qué medios vamos a
reparar los daños?”.
Ante el gran debate de 1992, no queda más que suponer que si
la Academia de Lyons decidiera restablecer el premio Raynal, habría un tropel
de participantes.
Los americanos vieron a Raynal con considerable irritación.
Una vez, Benjamín Franklin tuvo que soportar un monólogo del diminuto abad
—sentado a su propia mesa en una cena en París— sobre cómo en el Nuevo Mundo
todo se encogía. “Vamos a ponerlo a prueba con los hechos”, sugirió Franklin
con su sentido práctico, y pidió a sus invitados, franceses y americanos, que
se pusieran de pie y se midieran unos con otros de espaldas. “No había un solo
americano presente”, recordó Thomas Jefferson que se encontraba allí, “que no
pudiera lanzar por la ventana a cualquiera y hasta a dos del resto de los
invitados”.
En uno de los primeros periódicos federalistas, Alexander
Hamilton respondió enérgicamente a lo que él denominaba “esas pretensiones
arrogantes de los europeos”. Los escritores europeos, “admirados como filósofos
profundos”, decía Hamilton, “…han afirmado con gravedad que todos los animales,
y con ellos la especie humana, en América degeneran, y hasta los perros dejan
de ladrar después de respirar un rato nuestra atmósfera”. Europa, proseguía
Hamilton, ha sucumbido a la tentación “de vanagloriarse de ser la Señora del
Mundo, y de considerar que el resto de la humanidad fue creado en su beneficio…
íNo nos dignemos, nosotros, los americanos, a ser instrumentos de la grandeza
europea!”.
La invención y reinvención de América sigue hasta nuestros
días, así como el argumento de que la apertura de América fue una mala idea. A
comienzos de este siglo, nada menos que alguien como Sigmund Freud, tan sabio,
observó: “América es un error, un error gigantesco, es cierto, pero a pesar de
todo un error. Si el descubrimiento era una bendición o una maldición, entre
las dos guerras fue un tema favorito de discusión en la Oxford Union. El quinto
centenario de Colón infunde nueva intensidad al viejo argumento.
Pero los términos de la discusión, ya sea en los años 1770 ó
1990, son intrínsecamente defectuosos. La pregunta del Abbé Raynal implica algo
en lo que pocos polemistas en realidad podían creer: que hubo alguna alternativa
al descubrimiento de América por Europa.
Aun así, imaginemos por un momento que América hubiera
podido permanecer indefinidamente cancelada a Europa. ¿Sería más rico el mundo?
Mario Vargas Llosa se preguntó: “¿cómo sería América en los años 1990 si las culturas
dominantes fueran las de los aztecas y los incas?”. El antropólogo Jorge Klor
de Alva especuló en cierta ocasión que América podría ser algo parecido a la
India contemporánea —una mezcla de religiones, lenguas y castas, que en cierto
modo obtenía coherencia de la incoherencia—. Pero la India tuvo siglo y medio
de imperialismo británico y por lo tanto un legado de democracia parlamentaria
¿Cuál hubiera sido el destino de las Américas sin ninguna influencia europea?
Es de suponer que para el siglo XX, los aztecas y los incas
hubieran aprendido a leer y escribir y hubieran renunciado a la tortura, los
cuchillos de obsidiana y las pirámides impregnadas de sangre. Pero lo más
probable es que hubieran conservado sus culturas colectivistas y la convicción de
que el individuo no tenía ninguna legitimidad fuera del estado teocrático, y el
resultado habría sido un fundamentalismo represor comparable quizás al
Ayatola Jomeini en Irán. Las tradiciones aztecas e incas no son muy
esperanzadoras en cuanto al status de las mujeres, la igualdad ante la ley, la
tolerancia religiosa, las libertades civiles, los derechos humanos y otros
objetivos que derivan singularmente de la cultura europea.
Pero seamos realistas. La idea de que América hubiera
sobrevivido en invencible aislamiento es una fantasía. En la práctica, en el
siglo XV América estaba destinada a ser descubierta por una Europa que rebosaba
de dinamismo, codicia y celo evangélico. Dio la casualidad que Colón hizo el
viaje decisivo, pero él no fue indispensable para que ese viaje eventualmente
se realizara. El impulso de Europa hacia occidente ya abarcaba Madeira, las
Canarias y las Azores. No se detendría ahí, no podía hacerlo. Si el
“descubridor” no hubiera sido Cristóbal Colón, entonces hubiera sido Americo
Vespuccio o Juan Cabot, o algún marinero sin pena ni gloria hoy perdido para la
historia. Si Colón hubiera muerto joven como su hermano Giovanni Pellegrino, el
quinto centenario tal vez se hubiera retrasado unos cuantos años, pero aun así
estaría en camino.
¿Los europeos habrían ejercido políticas más benignas
después de llegar? Uno desea que en el trato a los nativos los españoles
hubieran seguido a Las Casas en vez de a Colón. Tal vez fue más así de lo que
sabemos; en la actualidad al menos, los historiadores coinciden en que la
leyenda negra de la infamia española y católica fue una venenosa exageración
protestante.
Por desgracia, Las Casas tuvo pocos equivalentes en las
colonias británicas y francesas. En general, las crónicas del trato que los
europeos dieron a los pueblos indígenas de América son deplorables e
indefendibles. Pero no está claro que en aquellos siglos de destrucción
guerrera y fanatismo religioso, los europeos fueran algo más humanos en el
trato a sus enemigos internos.
Uno también desea que los europeos hubieran comprendido tan
bien como los amerindios, o como los ecologistas en nuestros días, la
importancia de preservar el equilibrio de la naturaleza. En su ignorancia y
arrogancia, no cabe duda de que los intrusos provocaron un gran trastorno
ecológico. Pero la migración de los pueblos ha sido ininterrumpida desde el
alba de los tiempos y no se puede detener; y los migrantes llevan
inevitablemente con ellos sus propios hábitos, tecnologías, dietas, animales,
plantas, enfermedades. También los amerindios fueron migrantes alguna vez. Sin
embargo, algunos revisionistas anticolombinos ven la “ecohubris” como un pecado
específicamente europeo y, en palabras de Kirkpatrick Sale, “la guerra contra
las especies como una preocupación de Europa en tanto cultura”.
Esto sugiere preguntas más profundas. ¿Tiene la humanidad la
obligación de preservar cualquier manifestación de vida sobre el planeta? ¿Toda
cultura es sagrada, al margen de lo sádica y horrible que sea? Y suponiendo que
la respuesta sea afirmativa, ¿se puede congelar y paralizar la historia e
inmunizar al mundo contra lo que hasta ahora parecía una constante histórica,
el cambio?
El hecho de que no podamos detener el cambio complica la
respuesta a la idea de que toda cultura y especie son sagradas. Y negar el
derecho al cambio equivale a amputar el espíritu humano. Lo que animó a Colón
más que nada, más que Dios, o la fama o el oro, sin duda debió ser la
curiosidad y el asombro, pasiones prístinas, la respuesta al reto de lo
desconocido, la necesidad de llegar donde nadie ha llegado todavía. Esa
búsqueda perpetua de nuevas fronteras continúa hoy cuando los terrícolas rompen
las cadenas terrestres e inician el interminable viaje más allá del planeta y
la galaxia y penetran la ilimitada oscuridad.
El hecho de que Heráclito tuviera razón y de que nada se
mantiene inmóvil, por supuesto que no justifica todos los costos del cambio,
sobre todo los costos innecesarios en sufrimiento y destrucción humanos. Si se
nos obliga a hacer un balance de este aniversario, muchos de esos costos recaen
en Colón y más aún en sus seguidores.
Pero también hay beneficios, y hay que descomponerlos en
factores e incorporarlos a la ecuación histórica. La revelación de América dio
paso al ingreso a una nueva era de la historia humana. El oro, la plata y las
pieles del Nuevo Mundo no sólo estimularon el crecimiento económico, la
integración comercial y el análisis intelectual en el Viejo Mundo; más aún, la
era de las exploraciones comenzó a configurar al mundo en nuevas potencialidades
de unidad, y un nuevo reconocimiento de las variedades de la existencia humana
estimuló el intelecto y la imaginación humana.
La era que Colón inició ha presenciado un horror y un
sadismo tal vez peores que las torturas y los sacrificios humanos de los
aztecas. Pero a partir de la angustia (y también a partir de la autocrítica y
la mala conciencia) han evolucionado las grandes ideas liberadoras de la
dignidad individual, la democracia política, la igualdad ante la ley, la
tolerancia religiosa, el pluralismo cultural y la libertad artística —ideas que
surgieron singularmente de Europa pero que capacitaron a los pueblos de todos
los continentes, colores y credos; ideas a las que hoy aspira la mayor parte
del mundo; ideas que ofrecen una visión nueva y generosa de nuestra vida común
en este planeta interdependiente—. En definitiva, puede ser que el choque de
las culturas desemboque, no en una cultura global única (los cielos no lo
permitan), sino en un mundo en el que muchas culturas nacionales diferenciadas
vivan unas junto a otras en un enriquecimiento mutuo. Esto también es parte del
legado de Colón.
Hace un siglo y cuarto, Walt Whitman se puso a cavilar sobre
el destino de Colón al final de sus días, “un hombre destruido, aniquilado…
doblegado por tantas faenas, enfermo y casi muerto… colmado de pesadumbre”.
El poeta percibió lo que los estudiosos de su época no
supieron ver: que a Colón lo impulsaba su devoción al Altísimo.
No habré de descansar, oh Dios, ni de comer, beber o dormir,
Mientras no eleve hasta Ti mi ser y mi plegaria una vez más;
Mientras no te respire, no me bañe otra vez en Ti, no me
sienta consustancial Contigo,
Y a Ti nuevamente confíe mi ser.
El Colón de Whitman: “ni en una sola ocasión [perdí] la fe
en Ti ni ante Ti dejé de extasiarme”, y sabía que “la incitación, el ardor, el
cielo incontenible, la poderosa instancia interna” eran un mensaje de los
cielos. ¿Y cómo pudo Colón medir el resultado?
Por mí las tierras más viejas, ahogadas y enclaustradas
fueron liberadas y conocidas; Por mí los hemisferios fueron rodeados y
vinculados lo conocido a lo ignoto. El fin no lo conozco. En Ti se halla por
entero,
Grande o pequeño, no lo sé. Tal vez esté en los amplios
campos, en las grandes tierras; Tal vez la desmesurada y bestial bajeza humana,
que bien conozco, Allá transplantada, gane estatura y adquiera conocimientos
dignos de Ti; Tal vez las espadas, que conozco, allá se convirtieran
realmente en útiles de labranza….
¿Pronuncio pensamientos de profeta o desvarío?
¿Qué sé de la vida, qué sé de mí?
Ni siquiera conozco mi propia obra pasada o presente,
Sólo conjeturas entrevistas y siempre cambiantes sobre ellas
se extienden ante mí:
Mundos nuevos, mejores; los formidables partos de que
surgen. De mí se burlan, me confunden.
Y tales cosas que de pronto veo, ¿qué significan?
Como en los milagros, alguna divina mano desvela mis ojos,
Formas vastas y sombrías sonríen en el cielo y el aire,
Y por las distantes olas navegan innumerables navíos.
Y como saludo escucho himnos en nuevas lenguas.
Con el quinto centenario, el sueño de mundos nuevos y
mejores todavía se burla de nosotros y nos confunde. Pero esas formas vastas y
sombrías siguen también ahí, infundiéndonos la esperanza de que la humanidad
quizá tenga más al alcance que nunca un futuro más feliz. Ese futuro podría
ser, con suerte, obra de los cinco próximos siglos.
Traducción de Isabel Vericat
Arthur Schlesinger Jr.
es autor de Desuniting of America, una colección de ensayos sobre el problema
étnico en Estados Unidos. De él publicamos “Diario de La Habana” (nexos 174,
junio de 1992).