Jesús Jáuregui
El simbolismo de la tarima-mariache aborigen quizás explique por qué el “sonido mariachi“ estuvo destinado para acompañar a los mexicanos desde el bautismo –pasando por las bodas, cumpleaños y parrandas– hasta los funerales y la tumba.
José Luis Lorenzo Bautista (1921-1996) –quien,
con perspicacia, me insistió en que debía tener
presente a la tarima-mariache–, in memoriam
Francisco J. Santamaría (1886-1963), en su Diccionario de mejicanismos (1959, p. 697), difundió el detalle de que en Santiago Ixcuintla, a finales del siglo XIX, a la tarima sobre la que se zapateaban los sones y jarabes se le denominaba mariache. Este autor se había basado en las descripciones de Enrique Barrios de los Ríos (1868-¿1925?) sobre la feria de mayo y las fiestas patrias de septiembre, en aquel poblado costanero del Pacífico mexicano. Según este abogado zacatecano, quien se desempeñó como agente del Ministerio Público en esa población entre 1892 y 1895, entre una y otra tienda, de las que se colocaban en la calle alrededor de la plaza principal y de la plaza Morelos –llamada por el pueblo Plaza de las Sandías–, “…hay un mariache. Es éste una tarima de pie y medio de alta, dos varas de longitud y una de anchura, donde toda la noche, y aun de día, se bailan alegres jarabes al son de arpa, ó de violín y vihuela, ó de violín, redoblante, platillos y tambora, en cuarteto aturdidor. Bailan hasta cuatro personas á la vez en cada tarima, y resuena por plaza y calles cincunvecinas el estruendoso tableteado del atronador jarabe. Acompáñanle a veces de canciones, y con tanta destreza le bailan algunos campesinos, que colocan sobre su cabeza un vaso colmado de aguardiente o una botella destapada y colmada de licor, y no se le caen, ni se derrama una gota, en las vueltas vertiginosas y otros movimientos rapidísimos del baile. Rodeados están los mariaches de una multitud agradablemente entretenida y absorta en aquel bailar regocijado y ruidoso” (Barrios de los Ríos, 1908 [1892], pp. 43-44; cfr. 52-54).
En aquella época, los etnólogos pioneros en el estudio de las culturas del Gran Nayar, también encontraron este instrumento entre los indígenas serranos. El noruego Carl Sofus Lumholtz (1851-1921), en el transcurso de su tercer viaje de exploración por la Sierra Madre Occidental, participó en las festividades de la Pascua de Resurrección de 1895 en el poblado cora de Santa Teresa (Kueimarutse’e). Sobre esa ocasión, en su libro El México desconocido narra que: “Durante la noche se bailó en tarima, esto es, un tablado sostenido por zoquetes, uso que parece general en toda la tierra caliente del noroeste. Bailan simultáneamente un hombre y una mujer, de frente una al otro y sin tocarse; saltando rítmicamente, arriba y abajo, sobre el mismo lugar. Este baile es conocido por todos los indios llamados cristianos que saben tocar el violín; pero sólo entre los coras lo he visto ejecutar sobre tarima” (1904 [1902], I, p. 482).
El antropólogo norteamericano de origen checo Ales Hrdlicka (1869-1939) dejó unas breves notas sobre las “danzas coras” que le tocó presenciar en Huaynamota en 1902: “Los indios coras o nayaritas […] tienen muchas costumbres interesantes; entre éstas, algunas danzas características […]. Dos de estas danzas, conocidas como jarabes y sones, […] se ejecutan […] sobre una caja llamada tarima, de aproximadamente seis pies de largo, dos pies de ancho y dieciséis pulgadas de alto. Esta caja […] está hecha de un solo tronco ahuecado […]. La música es de carácter semiindígena, admirablemente producida por dos o tres infatigables nativos, con una enorme guitarra fabricada en Tepic, y unos pequeños violines de manufactura local. Los jarabes y los sones son muy semejantes, pero se bailan siguiendo melodías diferentes. Ambos han perdido su significado ceremonial primitivo.
”Cuando comienza la música, un hombre, o un hombre y una mujer, se suben a la tarima. Si se trata de una pareja, se mantienen frente a frente, separados unos tres pies. La danza consiste en un rítmico zapateo sobre la tarima, muy similar al que se ha observado entre los indígenas del norte de México, excepto que ése es más variado y animado. El zapateo sobre el tronco ahuecado produce un sonido profundo y monótono, aunque no desagradable, el cual se armoniza con la música. Los danzantes se acercan alternativamente uno al otro y retroceden, balanceando un poco sus cuerpos. […] En estas danzas hay elementos hispánicos, pero con bastantes vestigios aborígenes para hacerlas dignas de interés etnológico” (1993 [1904], pp. 13-14).
Jáuregui, Jesús, “El mariache-tarima. Un instrumento musical de tradición amerindia”, Arqueología Mexicana núm. 94, pp. 66-75.
• Jesús Jáuregui. Doctor en ciencias antropológicas. Investigador del INAH y miembro del SNI. Sus principales áreas teóricas son la antropología estructural, el folklore, el simbolismo y el ritual. Ha publicado diversas obras.