Vendrá la
muerte
Juan Villoro
El 30 de marzo fue asesinado Guillermo
Fernández, quien
dedicó los 79 años de
su vida al ejercicio de la poesía y la traducción del italiano. Un sabio
fue
ultrajado en un país donde la vida vale cada vez menos. De acuerdo con
la
asociación México Evalúa, de cada 10 homicidios que se cometen en el
Estado de
México, 8 quedan impunes. Es posible que no se conozca a los verdugos de
este
crimen o que se fabriquen culpables al uso de la justicia nacional.
Mientras
tanto, Enrique Peña Nieto encabeza las encuestas para la Presidencia del
país.
Su gestión en el Estado de México será recordada por la impunidad que
rodeó los
casos de Atenco, de la niña Paulette y del ex gobernador Arturo Montiel.
Nadie merece
un final como el de Guillermo Fernández. Es otro saldo de la
descomposición que
padecemos. A medida que la diferencia entre la vida y la muerte adquiere
irrelevancia, los promotores de la impunidad ganan poder.
La inagotable pregunta de Dante vuelve a cobrar sentido: "¿Por qué sueles llorar, si esto no basta?". El propio Fernández ensayó una respuesta, como si quisiera aliviarnos de su fin con visionario afecto: "No es tiempo de llorar. Mira ese árbol./ En nuestras horas hay hojas que no conoce el río./ Un dios ha puesto en nuestras manos un fruto de alegría./ Que nada cante más allá ni más acá de la vida". Con acierto, el Instituto Mexiquense de Cultura escogió este fragmento de "Suite de verano" como obituario del poeta.
Al igual que Francisco Cervantes, Guillermo Fernández fue un poeta de raigambre regional con una patria imaginaria. En Querétaro, Cervantes traducía a Pessoa del mismo modo en que Fernández traducía a Montale desde su casa en Toluca. Ambos vivieron con modestia. No contaron con los apoyos que podrían haber tenido para pasar largos años en Portugal o Italia. Sus visitas a esos países fueron breves, pero les permitieron llevar una biblioteca a cuestas.
La inagotable pregunta de Dante vuelve a cobrar sentido: "¿Por qué sueles llorar, si esto no basta?". El propio Fernández ensayó una respuesta, como si quisiera aliviarnos de su fin con visionario afecto: "No es tiempo de llorar. Mira ese árbol./ En nuestras horas hay hojas que no conoce el río./ Un dios ha puesto en nuestras manos un fruto de alegría./ Que nada cante más allá ni más acá de la vida". Con acierto, el Instituto Mexiquense de Cultura escogió este fragmento de "Suite de verano" como obituario del poeta.
Al igual que Francisco Cervantes, Guillermo Fernández fue un poeta de raigambre regional con una patria imaginaria. En Querétaro, Cervantes traducía a Pessoa del mismo modo en que Fernández traducía a Montale desde su casa en Toluca. Ambos vivieron con modestia. No contaron con los apoyos que podrían haber tenido para pasar largos años en Portugal o Italia. Sus visitas a esos países fueron breves, pero les permitieron llevar una biblioteca a cuestas.
Hace un par
de años, Guillermo me invitó a comer al Instituto Italiano de Cultura,
donde un
auditorio debería llevar su nombre. El traductor de Pirandello se movía
ahí
como un alumno de primer ingreso. "Nadie me conoce", sonreía.
Aficionado al futbol, pasión que contrajo en su natal Jalisco, donde tanto y tan bien se habla del tema, detestaba la pompa y la solemnidad.
Aficionado al futbol, pasión que contrajo en su natal Jalisco, donde tanto y tan bien se habla del tema, detestaba la pompa y la solemnidad.
Vivió en la Ciudad de México en el edificio Río de Janeiro, que Sergio Pitol, otro inquilino del lugar, transformaría en el edificio Minerva de su novela El desfile del amor. Fue una figura decisiva para dos brillantes traductores de poesía, Jorge Esquinca y Hernán Bravo Varela. Curiosamente, ambos se habían dado cita en Guadalajara en el momento del crimen, como si el gran "antimaestro", según lo llama Bravo Varela, hubiera fraguado el encuentro para paliar el dolor de sus sucesores predilectos.
También era muy querido por los alumnos de su taller de los lunes en Toluca. La tertulia, la fiesta y la enseñanza se mezclaban con fluidez en su socrático temperamento. Los temas legales nunca frenaron su ímpetu de traductor. Aunque los derechos de una novela de Moravia no fueran fáciles de conseguir, él hacía una versión por su cuenta, con la libertad de quien no tiene otro patrón que su entusiasmo.
Esta tenacidad lo llevó a hacer ediciones de elegante estilo milanés con magros apoyos oficiales. Escribí para él un prólogo sobre el crítico austríaco Karl Kraus, cuyos aforismos tradujo del italiano. Kraus admiraba la exagerada extensión de la muralla china. La única construcción que se puede ver desde el espacio exterior le parecía una metáfora del lenguaje, hecho de piedras resistentes. Guillermo tradujo lo suficiente para edificar su propia muralla china. Gracias a esa desmesura, nos educamos en sus páginas. Cedió su voz a Calvino, Moravia, Tabucchi, Leopardi, Svevo, Saba y tantos otros. Ese trabajo bastaba para justificar dos vidas, la de poeta y la de custodio del italiano en español. Pero él, aventurero incorregible, necesitaba un tercer destino, el de traductor indirecto del alemán.
Después de trasladar El retorno de
Casanova, de
Arthur Schnitzler, se ocupó de Dichos y contradichos de Kraus. Dio ese
salto
gracias a la frecuentación de germanistas italianos como Roberto Calasso
y
Claudio Magris (de quien tradujo El mito habsbúrgico en la literatura
austriaca
moderna por inteligente iniciativa de Marco Antonio Campos, director de
la
colección Poemas y Ensayos de la UNAM). La vida de Guillermo Fernández
tuvo un
temple krausiano, de amor a la expresión certera. En la envilecida
sociedad
vienesa, Kraus se veía a sí mismo como tribunal del idioma, el crítico
que salva
a la lengua de los daños que le propinan los políticos, los publicistas y
la
prensa. Guillermo fue más cordial pero no menos riguroso. Aunque su casa
estaba
en desorden en el momento del crimen, no le robaron nada. Había copas de
vino y
ceniceros llenos. "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", escribió
Pavese. El poeta fue hospitalario con sus verdugos, una metáfora de un
país
donde las palabras significan menos que la sangre.
No menos conmovedora
es uno de los poemas de Mario Luzi que Guillermo Fernández tradujo y
publicó en diciembre pasado en La Colmena, poema que quiso
dedicar a Javier Sicilia, usando un truco: