Inmortalidad


Octavio Paz, en el laberinto de la soledad, habla de una verdad que marca al Indio mexicano, su trascendencia y lo corto, o austero que puede llegar a ser la creencia, el habla de Tonantzin, más bien, de la Tonantzin – Guadalupe. Pero el enfoque radica en la libertad de creer.
En el mes de diciembre se celebra una fecha importante y trascendente, una que señala el ritmo liberal y económico del país, en donde la reunión se manifiesta, por franqueza, en la fe. En la absoluta nostalgia del mexicano creyente que idolatra la imagen de una mujer, de una santa, de la madre de un libertador, del trasfondo de la idolatría, de lo infausta que es la reivindicación de un momento histórico. Hombres comunes representan el nacer del indio que se viste con mantas y en su pecho lleva, como estandarte, la Virgen de Guadalupe. Pero va más allá del sentimiento, de la creencia, es la ferviente sed de asirse a algo que únicamente corresponde al mexicano, de la firme y sutil manera de alagar al ser, que por habitad, nos engendra en el alma una clara lámpara, manifestándose así, la solidez de lo inmortal.
Personas se congregan para formar un grupo dispuesto a la intemperie, llevan consigo la luz, ¿es acaso esa luz la vida? Por simple que parezca, sí, lo es. La exploración del ciego en la oscuridad, es decir: el mundo. Viajan a través del tiempo, la calles y avenidas los transforman en piezas de arte religioso, pues, ¿quién, en el momento de seguir el halo de claridad no dice, que fatigado es el ser? Ellos, los hombres que se visten y calzan el manantial de la belleza simple: el indígena; están en el ferviente aroma de la piedad, de la promesa, aun siendo el cansancio una artera cuesta hacia arriba.
Pero en todo existe la forma y el fondo, inseparables. El que imita se guarda para sí la satisfacción, el constante cambio. Al término de la peregrinación está el momento histórico, he sido peregrino, se dicen; de esa manera rinden homenaje a la libertad espiritual y a la promesa; estos hombres y mujeres se hacen llamar Antorchista.
Conjugan la voz de un pueblo que aclama, por justicia tal vez, la necesidad de seguir con vida, y no me refiero a la vida natural, sino simbólica. El aro que se tiende en la frente de la virgen de Guadalupe, los brazos que cargan al niño y la morriña de la virginidad de un pensamiento univoco y cristalizado: el amor al descendiente.
En realidad, va más allá de la algarabía y la trascendencia. Lo que en meses es un árido puerto, se convierte un doce de diciembre, en un mar repleto de gente, que siendo de diferentes etnias laten al mismo ritmo que los ha conducido a una creencia, por una fe, es entonces la virginidad humana: el amor consiente ante un pueblo que se ha ido deteriorando. Cabe entonces, si mi comentario no ofende, decir: ¿es la voluntad el margen de todo mecanismo? Si y no. Ha estos hombres, los peregrinos, los gobierna una promesa, a los otros, el público, una sensación de asistencia a la realidad causada por el plagio, convocándose para admirar sin la dura crueldad de la jornada la libertad de otros. Ahora, esto no causa un desapego a la verdad absoluta: el mexicano siente el nacimiento de su maternidad, entendido como aquello que nos hace uno para estar junto a todos.
Aquí se justifica todo, en la unidad. Miles, cientos de personas juntas, siendo la virgen de Guadalupe un faro que los atrae, que los guía y los vuelve a su destino a la vez. Ya en el Popol Vuh se dice de nuestros padres y de la creación del hombre; dios del cielo y de la tierra. Al principio hechos de lodo, todos ellos frágiles, después de madera para ser convertidos en monos, al final de maíz con la visión igual a la de los dioses, la cual fue acotada; pero la visión del mexicano en la celebración de la virgen de Guadalupe, no es así, esa visión se expande y se funde con el cosmos único: la virginidad de un principio que por fin, tiene la absoluta creencia, pues de ahí radica la salvación.

Por Fabián García, Escritor de Comitán de Domínguez.
fotos: Luis Allan Navarrete Velasco.